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progreso-y-progresismo.jpg
 
 
 
1
 
 
 
Decimos que hemos progresado cuando
 
avanzamos en algo. Sostenemos, por
 
ejemplo, que “estamos progresando” cuando
 
queremos informar que hemos dado un paso
 
hacia adelante en un proyecto que tenemos
 
en curso, en una iniciativa que habíamos
 
iniciado, en un plan que queremos llevar
 
a cabo. O, para felicitar a alguien que está
 
haciendo un esfuerzo y ha logrado resultados,
 
recurrimos a la fórmula: “muy bien, ya vas
 
progresando”. Incluso utilizamos la expresión
 
en tono de afecto para celebrar los logros
 
alcanzado por alguien en el aprendizaje de
 
una actividad que requiere destreza física:
 
“muy bien, muchacho, sigue así que estás
 
progresando”. O, ante una enfermedad, se
 
celebra la mejoría del paciente con la frase
 
“venturosamente está progresando”. En
 
todos estos casos la idea –el concepto- de
 
progreso tiene un significado positivo. Nos
 
anuncia que vamos avanzando y, al mismo
 
tiempo, mejorando.
 
De alguna manera, al hablar de progreso,
 
en efecto, anunciamos la existencia de una
 
meta a la que nos vamos acercando. Y, en
 
esa medida, damos cuenta de la existencia
 
de un cambio, de una transformación, que
 
identificamos con la idea de progreso.
 
En sentido contrario lamentamos las
 
parálisis o, de plano, los retrocesos. Cuando
 
emprendemos un proyecto y las cosas no
 
salen como esperábamos tenemos que
 
reconocer que “no estamos progresando”.
 
Es decir, que seguimos en el mismo lugar
 
en el que iniciamos o, en su defecto -peor
 
aún-, que vamos hacia atrás. El retroceso,
 
entonces, en esta primera aproximación
 
al concepto, constituye la negación del
 
progreso. De nueva cuenta, en principio,
 
la idea de progresar tiene una valoración
 
positiva, optimista. Y, en sentido contrario, el
 
estancamiento y el retroceso se consideran
 
un fracaso, una derrota. Progresamos porque
 
avanzamos mejorando; porque no estamos
 
paralizados, porque no vamos de regreso.
 
Conservadurismo y reacción son, entonces,
 
ideas que se contraponen diametralmente
 
con el sentido transformador del progreso.
 
Un progresista es alguien que se
 
compromete con el cambio y que asume el
 
reto de emprender las transformaciones
 
que pueden mejorar su vida y su entorno.
 
Un conservador, en cambio, es el que no
 
quiere que las cosas cambien, que apuesta
 
por el estancamiento, por la parálisis. Un
 
reaccionario va más lejos que el conservador
 
y quiere emprender el camino de regreso,
 
llevarnos al pasado.
 
Progresar, progresismo y progresista, en
 
esta primera aproximación general a la idea,
 
son conceptos que se orientan y apuestan por
 
el futuro. Su brújula no es necesariamente
 
el optimismo ingenuo pero sí, como diría
 
Norberto Bobbio, el realismo insatisfecho. Es
 
decir alguien que adopta una actitud objetiva
 
frente a la realidad pero que no se conforma
 
con la misma.
 
 
Progreso y Progresismo
 
 
Pedro Salazar Ugarte
 
 
 
I.
 
 
 
2
 
 
 
En el ámbito de la política y del pensamiento
 
social, la idea del progreso –así como sus
 
contrarios: reacción, regresión- tiene una
 
larga historia. Y, aunque su significado ha
 
variado con el paso del tiempo, por lo general,
 
siempre ha estado asociado con las ideas de
 
adelantamiento, de perfeccionamiento, de
 
avance civilizatorio. La idea de progresar, tal
 
como ya hemos advertido, se ha identificado
 
con la idea de transformación emancipatoria.
 
Y ha sido una idea asociada con la biografía
 
de las personas –de individuos concretos- o
 
con la historia de grupos sociales –estados,
 
civilizaciones, culturas- e, incluso, con el
 
devenir de la humanidad en su conjunto.
 
“Juan ha progresado mucho desde la
 
última vez que lo vimos” es una frase que
 
indica que ese individuo ha mejorado en
 
algo con el paso del tiempo. La misma lógica
 
se encuentra detrás de la siguiente idea:
 
“México progresó mucho en los últimos
 
tiempos”. En ambos casos queremos indicar
 
que hemos constatado cambios positivos en
 
la persona o en el país en un determinado
 
lapso de tiempo. En este sentido, de nuevo,
 
la idea de progresar está asociada con
 
valoraciones positivas. Pensamos que
 
Juan ha progresado porqué está mejor que
 
antes; decimos que México progresó porque
 
cambió positivamente. Esa asociación –casi
 
intuitiva- entre progreso y evolución ha
 
acompañado a la idea desde sus orígenes
 
y, aunque no debe darse por descontada,
 
confirma la vocación emancipadora que
 
inspira al pensamiento progresista.
 
A nosotros nos interesa, sobre todo, la idea de
 
progreso asociada con las transformaciones
 
sociales. Si lo que queremos es entender
 
qué significa ser progresista en política
 
necesitamos comprender qué significa el
 
progreso en términos de cambio social. Lo que
 
buscamos son las coordenadas que permitan
 
identificar al progresismo en el ámbito de las
 
relaciones políticas y sociales. Es decir, en
 
el ámbito de la convivencia entre personas,
 
ciudadanos y autoridades. Y ello supone contar
 
con un parámetro –con un horizonte- que nos
 
permita valorar cuándo los cambios sociales
 
pueden considerarse un signo del progreso
 
y cuando no. En ese sentido el progresismo
 
en política necesita contar con un proyecto
 
de sociedad justa que sirva como parámetro
 
para valorar, precisamente, el progreso
 
representado por las acciones individuales
 
y colectivas. Sin ese proyecto programático
 
el progresismo pierde su brújula y se corre
 
el riesgo de confundir cualquier cambio con
 
un signo de progreso. Nada más equivocado:
 
el cambio por el cambio no constituye en sí
 
mismo una transformación progresista.
 
El progresismo en política necesita un
 
horizonte. Sin un proyecto programático bien
 
definido es imposible medir el progreso de
 
una sociedad. El pensador progresista, la
 
política progresista, el ciudadano progresista,
 
la persona progresista –sino quiere ser un
 
mero bufón del cambio- debe conocer ese
 
proyecto y usarlo como medida del progreso.
 
Identificar cuál es ese proyecto es la primera
 
tarea, ineludible, para un proyecto progresista.
 
Podemos, por ejemplo, medir el progreso
 
social en términos de bienestar o de felicidad.
 
Pero también podemos hacerlo en términos de
 
justicia, de cultura, de riqueza, de capacidad
 
militar, etcétera. En este sentido el progreso
 
es una idea vacía que necesita asociarse,
 
ineludiblemente, con otras ideas. El progreso,
 
por decirlo de alguna manera, es un concepto
 
 
II.
 
III.
 
 
 
3
 
 
 
dependiente: lo que consideramos como una
 
meta positiva nos servirá para indicar cuándo
 
hemos progresado o cuando, por el contrario,
 
hemos retrocedido. Y esto nos complica
 
las cosas porque es posible que lo que a
 
algunos nos parezca valioso no les resulte
 
igualmente deseable a otros y viceversa. O,
 
para decirlo de otra manera, no existe un
 
solo proyecto progresista ni una sola idea de
 
progreso. En realidad existen tantas como
 
proyectos políticos podamos imaginar. Salvo
 
los proyectos conservadores o reaccionarios,
 
todo aquel proyecto que proponga un cambio,
 
un adelantamiento en algo, en principio, podrá
 
ostentarse como un proyecto progresista. De
 
hecho, aunque resulte paradójico, alguien que
 
se propone emprender un cambio regresivo,
 
en la medida en la que lo logra, al caminar
 
hacia atrás, progresa. En esta dimensión, la
 
idea de progreso es un recipiente vacío.
 
Por ejemplo, un cambio que produzca
 
únicamente riqueza material será una prueba
 
de indiscutible progreso para algunos, sin
 
importar que esa riqueza esté concentrada
 
en las manos de unos pocos y sin reparar en
 
la forma en la que fue adquirida. Y lo mismo
 
vale para las transformaciones tecnológicas o
 
científicas. Para muchos éstas son una prueba
 
irrebatible del progreso de la humanidad. Y la
 
verdad es que la historia nos ha demostrado
 
que ni la riqueza material por sí sola, ni los
 
logros en el ámbito científico y tecnológico en
 
sí mismos merecen siempre celebrarse. No
 
al menos si dotamos a la idea de progreso
 
de un contenido moral y colocamos a las
 
personas –a su dignidad y a su autonomía- en
 
el centro de la ecuación. Con este parámetro
 
como medida las cosas cambian y, ni la
 
riqueza material, ni los avances científicos
 
y tecnológicos, constituyen por sí solos
 
signos del progreso. La valoración positiva
 
de los procesos que produjeron la riqueza y
 
de los resultados de las transformaciones
 
científicas y tecnológicas dependerá de
 
que éstos contribuyan a mejorar la vida de
 
las personas, a potenciar su autonomía y a
 
dignificar las condiciones de su existencia.
 
Durante mucho tiempo se pensó que el
 
progreso científico y el progreso moral de la
 
humanidad iban inevitablemente de la mano.
 
Esa idea marcó al pensamiento ilustrado
 
por lo menos desde la obra de uno de sus
 
promotores más destacados: Emanuel Kant.
 
Con una buena dosis de optimismo (y algo
 
de ingenuidad) muchos filósofos y políticos
 
durante décadas pensaron que el destino
 
de la humanidad estaría marcado por un
 
venturoso matrimonio entre los avances
 
científicos y tecnológicos con la emancipación
 
social y moral –entendida como la liberación
 
de la subordinación y de la dependencia de
 
las necesidades, las desigualdades, etc.- de
 
los seres humanos. La idea de progreso en
 
ese contexto tenía un contenido ampliamente
 
aceptado y no era objeto de mayores
 
controversias. Y, sin embargo, tristemente,
 
la vinculación entre el progreso tecnológico y
 
científico y el progreso moral de la humanidad
 
fue desmentida por la historia. Al menos
 
desde la primera guerra mundial y, sobre
 
todo, durante la segunda guerra, quedó claro
 
que el progreso en el ámbito de la tecnología
 
y de la ciencia no necesariamente se alineaba
 
con el progreso moral de la humanidad. Los
 
horrores de esos acontecimientos históricos,
 
junto con muchas otras cosas, hicieron añicos
 
la idea de progreso (y la fe en el mismo).
 
Si colocamos a la idea del progreso moral
 
como parámetro y la dotamos de un contenido
 
simple pero exigente -la generación de las
 
condiciones reales que permitan a los seres
 
 
4
 
 
 
humanos vivir una vida digna y autónoma-,
 
entonces, tenemos que el progreso científico y
 
tecnológico (así como el progreso material) se
 
encuentran condicionados. Solamente serán
 
un verdadero progreso cuando abonen en el
 
terreno de la emancipación social y moral de
 
la humanidad. Una emancipación, conviene
 
decirlo de inmediato, que debe tener un
 
sentido práctico y real y no sólo teórico o ideal.
 
En ese sentido es un hecho que el progreso
 
científico y tecnológico puede coincidir con
 
el progreso moral –basta con pensar en el
 
impacto positivo para la calidad de vida de
 
los seres humanos que puede derivarse de
 
los avances en el campo de la medicinapero
 
lo cierto es que, entre ambos, no existe
 
una vinculación necesaria ni una relación de
 
reforzamiento recíproco en automático. Así
 
como podemos celebrar el descubrimiento
 
de la penicilina o la llegada del hombre a la
 
luna; lamentablemente también tenemos que
 
hacer cuentas con el holocausto o las bombas
 
atómicas en Hiroshima y Nagasaky. Por citar
 
solamente un par de lugares comunes en
 
cada rubro.
 
El progreso moral –entendido como el
 
avance hacia una sociedad más justa en la
 
que las personas puedan vivir una vida digna
 
y autónoma- constituye un parámetro para
 
valorar los méritos del progreso científico y
 
tecnológico y no al revés. Sólo así podremos
 
decir que la ciencia y la tecnología se
 
encuentran al servicio del hombre.
 
El pensamiento progresista no defiende (o
 
celebra) el cambio por el cambio mismo. O,
 
con otras palabras, ser progresista no significa
 
aplaudir cualquier transformación por el
 
sólo hecho de que ésta haya ocurrido. Para
 
valorar si un cambio o una transformación
 
son positivos –si constituyen un progresodebemos
 
tener presente el horizonte hacia el
 
que están dirigidos. De lo contrario podemos
 
caer en la trampa de pensar que cualquier
 
transformación por sí misma constituye un
 
signo de progreso. En esa dimensión la idea
 
misma de progreso carece de utilidad. ¿De
 
qué me sirve un concepto que puede llenarse
 
con cualquier contenido?
 
Para evitar que ello suceda y para que
 
tenga sentido utilizar la idea de progreso
 
como una bandera política es necesario
 
trazar las coordenadas del horizonte que
 
nos proponemos alcanzar. Sin un proyecto
 
de sociedad justa el progresismo pierde
 
su rumbo. Y ese proyecto debe tener una
 
vocación transformadora de la realidad
 
concreta en la que viven los seres humanos
 
y no sólo una proyección teórica. Con otras
 
palabras: debe ser un proyecto realizable y no
 
un ideal inalcanzable. El eje de ese proyecto
 
emancipador -como nos ha enseñado Amartya
 
Sen- deben ser las personas concretas que
 
viven en el mundo real. Así de simple y así de
 
claro. Y el cometido de ese proyecto debe estar
 
compuesto por las ideas, acciones, políticas,
 
etcétera, que sirvan para dotar a esos seres
 
humanos de las condiciones necesarias para
 
desplegar su plan de vida en condiciones
 
dignas y autónomas. En ese sentido el proyecto
 
progresista debe ser el de una sociedad justa
 
(o, como la han denominado algunos filósofos
 
contemporáneos, una sociedad “decente”; no
 
en un sentido moral sino social: una sociedad
 
cohesionada, incluyente e igualitaria) en el
 
que todas las personas –sin discriminacionespuedan
 
proponerse un plan de vida e intentar
 
llevarlo a cabo. De esta manera, con este
 
ambicioso proyecto como horizonte, será
 
posible contar con un parámetro para medir
 
 
IV.
 
 
 
5
 
 
 
cuándo una decisión, una acción, un desarrollo
 
tecnológico, etcétera, en realidad, abonan en
 
el terreno del progresismo y cuando no.
 
El pensamiento progresista, en síntesis,
 
debe estar comprometido con un proyecto
 
de sociedad decente. El contenido de ese
 
proyecto será el parámetro del progreso.
 
En 1969, la Asamblea General de las
 
Naciones Unidas, en su resolución 2542 (XXIV),
 
adoptó una Declaración sobre el Progreso y
 
el Desarrollo Social. Con la misma, de alguna
 
manera, trazó las coordenadas ideales de
 
lo que puede considerarse legítimamente
 
como progreso en el mundo actual. En ese
 
texto, de hecho, encontramos conceptos
 
que constituyen las metas del progreso y
 
que, en esa medida, trazan las coordenadas
 
de una sociedad justa. Derechos humanos,
 
libertades fundamentales, paz y justicia social,
 
básicamente, se erigen como las directrices
 
del pensamiento legítimamente progresista.
 
Se trata de conceptos con un significado
 
filosófico, jurídico y social que abreva de
 
la tradición del pensamiento ilustrado. Su
 
punto de partida es el reconocimiento y la
 
defensa del valor de las personas como seres
 
autónomos y dignos que merecen respeto.
 
La Declaración de la ONU es clara al
 
respecto: “el progreso social y el desarrollo
 
en lo social se fundan en el respeto de la
 
dignidad y el valor de la persona humana
 
y deben asegurar la promoción de los
 
derechos humanos y la justicia social”
 
(Art. 2). Así las cosas, en consonancia con
 
lo que se ha venido sosteniendo, aunque
 
se reconoce que “la ciencia y la tecnología
 
pueden aportar a la satisfacción de las
 
necesidades comunes de la humanidad”,
 
en el mismo documento se advierte que “…
 
la tarea primordial de todos los Estados y
 
todas las organizaciones internacionales
 
es eliminar de la vida de las sociedades los
 
obstáculos y los males que entorpecen el
 
progreso social, en particular males como
 
la desigualdad, la explotación, la guerra, el
 
colonialismo y el racismo”. De esta manera,
 
a la vez que se trazan las coordenadas del
 
progreso social, se advierten los males que
 
constituyen retrocesos.
 
De hecho, la propia Declaración va
 
indicando signos deseables de progreso
 
social: la derrota de las discriminaciones, la
 
ampliación de las libertades, la eliminación
 
de la desigualdad y la explotación, la
 
eliminación del hambre y la desnutrición,
 
la protección y la dignificación del trabajo,
 
el combate del analfabetismo, etcétera.
 
Estos objetivos –que se erigen como
 
banderas del pensamiento progresista-,
 
si los observamos con atención, no son
 
otra cosa que los derechos humanos o
 
fundamentales de las personas que el
 
constitucionalismo democrático se ha
 
propuesto defender. Derechos que, en su
 
conjunto, constituyen una agenda muy
 
ambiciosa y que un filósofo como Norberto
 
Bobbio consideró, precisamente, como el
 
único signum prognosticum –como la única
 
señal optimista- de nuestro tiempo.
 
Para Bobbio, en efecto, los derechos
 
humanos, la democracia y la paz eran tres
 
momentos de un solo movimiento histórico
 
que, en su orientación y sentido, podríamos
 
llamar la senda del progreso. O, para los fines
 
que nos interesan, que podríamos identificar
 
como la agenda del progresismo.
 
 
V.
 
 
 
6
 
 
 
Hemos encontrado el horizonte ideal hacia
 
el que apunta el pensamiento progresista: el
 
reconocimiento efectivo de una agenda amplia
 
de derechos fundamentales para todas las
 
personas. Se dice fácil pero no lo es. Colocar a
 
los derechos como horizonte ideal de progreso
 
supone, para empezar, un fuerte compromiso
 
con la idea de igualdad: todas y todos
 
somos igualmente titulares de un conjunto
 
de derechos humanos o fundamentales.
 
Ello sin importar nuestro sexo, raza, etnia,
 
preferencias (de todo tipo), religión (o no
 
religión), etcétera. En ese sentido, la agenda
 
de los derechos, en sí misma es una agenda
 
contra las discriminaciones y contra los
 
prejuicios. El progresismo, en este sentido,
 
empata perfectamente con los movimientos
 
sociales y políticos de izquierda que han
 
combatido por ampliar la base de igualdad en
 
derechos. El progresismo, de hecho, ante todo
 
es un movimiento igualitario que se coloca
 
del lado de los más débiles para enfrentar
 
y derrotar a las situaciones de privilegio. La
 
idea de los “derechos fundamentales como
 
los derechos del más débil” –acuñada por el
 
jurista italiano Luigi Ferrajoli- adquiere pleno
 
sentido en esta orientación.
 
Pero ¿porqué hablar de derechos humanos
 
o fundamentales? En verdad, ¿podemos
 
abrazar la agenda de estos derechos como el
 
eje del pensamiento progresista –como la ruta
 
hacia la sociedad justa y decente- sin incurrir
 
en una trampa tendida por los abogados
 
para judicializarlo todo? Sí, si entendemos
 
que los derechos humanos o fundamentales
 
no son solamente fenómenos jurídicos. En
 
realidad se trata de una fórmula conceptual
 
para dar cuenta de aquellas reivindicaciones
 
sociales que han venido derrotado privilegios
 
y limitando a los poderes a lo largo de la
 
historia moderna de la humanidad. Y no son
 
conceptos solamente occidentales, como
 
suele sostenerse con frecuencia. Amartya
 
Sen, el filósofo de origen indio que ya he
 
mencionado, nos recuerda, por ejemplo,
 
que cuando la inquisición estaba en todo
 
su esplendor en Occidente –mientras la
 
Iglesia católica quemaba a Giordano Bruno
 
en Roma, en 1600-, en India, el emperador
 
mongol Akbar, emprendió una política para
 
combatir las discriminaciones religiosas y
 
para defender a las mujeres de los abusos
 
que les imponían las prácticas tradicionales
 
y religiosas ortodoxas. En esos contextos,
 
la defensa de los más débiles puede
 
considerarse legítimamente como una lucha
 
por los derechos humanos. Es decir, una lucha
 
por la libertad de las personas para pensar,
 
decidir y expresarse por su cuenta; una
 
batalla por el reconocimiento de la igualdad
 
en la diferencia; una gesta por el derecho/
 
poder para participar en las decisiones de
 
la colectividad en la que se vive. De esta
 
manera, con la denominación que queramos
 
darle, la lucha por los derechos siempre ha
 
sido una gesta progresista. De nueva cuenta,
 
si asumimos que el eje del progresismo es la
 
dignidad y la autonomía de las personas.
 
Los derechos humanos o fundamentales
 
son una baraja que incluye libertades,
 
inmunidades, potestades políticas y
 
reivindicaciones sociales. Por eso hablamos
 
de derechos de libertad (como la libertad de
 
expresión, la libertad religiosa, la libertad
 
de reunión, la libertad de asociación); de
 
derechos civiles (que protegen nuestra libertad
 
personal, nuestra integridad física y nuestro
 
patrimonio, principalmente); de derechos
 
políticos (votar, ser votado, reunirse para
 
participar en política o asociarse para incidir
 
en política) y de derechos sociales (al trabajo,
 
 
VI.
 
 
 
7
 
 
 
a la salud, a la educación, a la vivienda, a la
 
alimentación, etcétera). Pero lo que importa
 
es que cada una de esas categorías encierra
 
una reivindicación de un bien o de una causa
 
que merece ser defendida si queremos llevar
 
a cabo una vida digna y autónoma. Por eso los
 
derechos siempre han sido una defensa de
 
los débiles frente a los poderosos y siempre
 
seguirán siendo una causa emancipadora. En
 
ese sentido son el parámetro del progreso
 
y constituyen la bandera política ideal del
 
pensamiento progresista en el Siglo XXI.
 
Dentro de esos derechos, en un contexto
 
social como el mexicano, adquieren un
 
lugar especial y prioritario los derechos
 
sociales. Son, de alguna manera, el eje
 
principal del progresismo. Esto es así porque
 
las desigualdades sociales –la pobreza,
 
la marginación- constituyen el principal
 
obstáculo material para la agenda progresista.
 
Por eso el derecho a la alimentación, a la
 
educación, al trabajo, a la vivienda, a la
 
salud, principalmente, son las banderas y los
 
parámetros del progreso. Si estos derechos
 
no son garantizados a todas las personas,
 
¿qué sentido tiene hablar de autonomía y
 
de dignidad personales? En este sentido, el
 
progreso social del que habla la declaración
 
de la ONU está íntimamente ligado con la idea
 
de progreso moral que hemos delineado. El
 
progreso moral de la humanidad sólo es posible
 
si se libera a las personas de la opresión que
 
supone la miseria. Una sociedad decente es
 
una sociedad en la que no cabe la pobreza ni
 
se tolera la desigualdad material extrema.
 
En este sentido, el progresismo, se coloca
 
del lado de los marginados para denunciar la
 
indecencia de nuestras sociedades desiguales
 
 
VII.
 
 
 
en las que millones de personas en condiciones
 
de pobreza conviven con la opulencia de unos
 
cuantos. Y lo hace enarbolando el discurso
 
de los derechos sociales y dotándolo de un
 
contenido pragmático y transformador. Para
 
el progresismo los derechos sociales no
 
son expedientes retóricos ni instrumentos
 
inútiles sino herramientas para hacer
 
política democrática. En ese sentido, aunque
 
se reconoce que los derechos humanos o
 
fundamentales (en este caso los derechos
 
sociales) son mucho más que un instrumento
 
jurídico, el progresismo se apodera del
 
discurso y del lenguaje de los derechos para
 
utilizarlo como una bandera política y como
 
un instrumento transformador. La concepción
 
del derecho que es compatible con la agenda
 
progresista es aquella en la que el derecho –
 
como un expediente civilizatorio y pacificador
 
de la convivencia- sirve como una palanca
 
para cambiar a la realidad y no como un
 
instrumento para conservarla.
 
El progresismo, como puede deducirse
 
de estas premisas, entendido como aquí
 
se propone, constituye un proyecto que
 
promueve un nivel muy ambicioso de
 
justicia social. Es un proyecto que incluye
 
los elementos (traducidos en un catálogo de
 
derechos sociales) para lograr una sociedad
 
equitativa en la que las necesidades básicas
 
de las personas están satisfechas y, en esta
 
medida, ofrece condiciones de oportunidad
 
iguales –entiéndase un piso mínimo- a todos
 
los seres humanos. En efecto, el modelo
 
social del pensamiento progresista aspira a
 
que todas las personas, sin distinción alguna,
 
cuenten con los elementos necesarios
 
para poder realizar a plenitud y de manera
 
autónoma el plan de vida de su elección.
 
Desde esta perspectiva, es la traducción
 
normativa del modelo de sociedad justa
 
 
8
 
 
 
imaginada, entre otros, por el filósofo
 
norteamericano John Rawls. Alimentación,
 
vivienda, educación, salud, trabajo, etcétera,
 
se convierten en derechos de las personas
 
y, por lo tanto, en obligaciones a cargo
 
del Estado (y de otros poderosos entes
 
privados). La agenda social no es una
 
cuestión secundaria o potestativa, sino que
 
se traduce en un vínculo irrenunciable que
 
debe satisfacerse. Y ello, conviene insistir,
 
constituye un imperativo para el estado pero
 
también para los poderes privados que no
 
pueden evadir su responsabilidad social.
 
Pero la agenda social —como eje
 
del pensamiento progresista- no está
 
desvinculada de un amplio conjunto de
 
libertades fundamentales. Desde la libertad de
 
pensamiento, hasta la libertad de asociación,
 
pasando por las libertades de expresión,
 
reunión, tránsito, etcétera, el progresismo
 
incorpora dentro de su proyecto de sociedad
 
justa a los ideales ilustrados de la agenda
 
liberal clásica. La tesis sobre la que descansa
 
el proyecto supone que es posible satisfacer
 
las necesidades sociales sin sacrificar las
 
libertades de las personas. De hecho, se
 
asume que la garantía de los derechos
 
sociales es una precondición para el verdadero
 
ejercicio y disfrute de las libertades modernas.
 
Igualdad y libertad comparecen como ideales
 
que se refuerzan y realizan mutuamente y
 
no, a pesar de las posibles tensiones entre
 
ambos, como bienes irreconciliables e
 
irrealizables conjuntamente. El progresismo,
 
de hecho, hace suya la agenda del liberalismo
 
político –que ha engarzado a la libertad de
 
pensamiento, con la libertad de expresión;
 
a la libertad de conciencia con la libertad de
 
imprenta; a la libertad de asociación con la
 
libertad de reunión; y así sucesivamente- pero
 
no a la agenda del liberalismo económico
 
(si por este entendemos un libre mercado
 
ilimitado y desregulado).
 
De manera complementaria, el progresismo
 
es un proyecto democrático. Mediante las
 
instituciones de la democracia, el pensamiento
 
progresista, recupera y proyecta los mismos
 
principios de la igualdad y la libertad pero
 
en su dimensión política y, de esta manera,
 
incorpora el ideal de la autonomía ciudadana
 
como parte del proyecto de sociedad
 
justa. “Cada persona un voto”, “todos los
 
votos valen igual”, “cada voto en libertad”,
 
etcétera, son enunciados que expresan el
 
ideal democrático de la autonomía política
 
individual. En esta forma de organización, la
 
democracia moderna con sus principios e
 
instituciones también forma parte del ideal
 
de justicia. La tesis de que cada persona
 
debe tener el derecho/poder de participar
 
activamente en la adopción de las decisiones
 
colectivas que afectan su vida cotidiana
 
se traduce en mecanismos institucionales
 
concretos de participación política. Y, en
 
paralelo, por medio de la garantía de los
 
derechos de reunión y asociación política,
 
se procura que las personas se organicen
 
activamente para influir en otros ámbitos
 
de decisión de la vida colectiva (sindicatos,
 
empresas, universidades, organizaciones no
 
gubernamentales, etcétera).
 
Derechos sociales, derechos de libertad y
 
derechos políticos constituyen el eje articulador
 
del proyecto progresista. Sin reducir la realidad
 
social –compleja y contradictoria- al derecho
 
y sin incurrir en una especie de “fetichismo
 
institucional” –que pretende que el cambio
 
social se agota en el cambio de las instituciones-,
 
el progresismo, se apodera del discurso de
 
 
VIII.
 
 
 
9
 
 
 
los derechos y lo utiliza como palanca de
 
la transformación social. El derecho –y el
 
discurso de los derechos- se concibe como un
 
instrumento que debe servir para cambiar a la
 
realidad desde las instituciones. A diferencia de
 
los proyectos conservadores que buscan en el
 
derecho un instrumento para mantener el status
 
quo, el progresismo, concibe a las instituciones
 
como un mecanismo de transformación social.
 
De esta manera, el pensamiento progresista,
 
puede combinar su compromiso con el
 
cambio con su vocación pacifista. Frente a la
 
reacción y contra la revolución, apuesta por la
 
reforma. Una reforma pacífica e institucional
 
en los medios pero profundamente ambiciosa
 
y emancipadora en los objetivos. ¿Qué proyecto
 
puede ser más ambicioso que el que se propone
 
generar las condiciones para que todas las
 
mujeres y todos los hombres puedan vivir una
 
vida digna y autónoma?
 
El progresismo es pluralista. Los ideales
 
recogidos en los derechos sociales, de
 
libertad y políticos se articulan sobre la base
 
de un reconocimiento (que supone otorgar
 
legitimidad y carta de identidad) a la diversidad
 
social y a la pluralidad política. Las diferencias
 
—no en el plano económico y, por lo tanto, no las
 
desigualdades— se valoran de manera positiva
 
y tienen cabida en el modelo de justicia social.
 
De ahí deriva toda una agenda de convivencia
 
social basada en las ideas de tolerancia y en
 
la agenda que combate las discriminaciones.
 
Tolerancia que supone reconocer el derecho de
 
los demás a pensar y vivir de manera diferente
 
a la nuestra y no discriminación que implica
 
asumir que las personas valen lo mismo
 
en cuanto tales y no por sus preferencias,
 
creencias, características físicas, sexuales,
 
étnicas, etcétera.
 
El progresismo es pluralista por convicción
 
y considera que la diversidad es un bien
 
que debe protegerse y no un mal que debe
 
exorcizarse. La igualdad que promueve –
 
en derechos y en oportunidades- aspira a
 
generar las condiciones que hagan posible a la
 
diversidad. En una paradoja aparente se trata
 
de una igualdad que se traduce en el derecho
 
a ser (a pensar, a creer, a preferir modos de
 
vida) diferentes. En contra de los prejuicios
 
y frente a los discursos discriminatorios, el
 
pensamiento progresista, se compromete con
 
la agenda de la igualdad. Una igualdad que va
 
más allá de la igualdad formal en derechos
 
y aspira a convertirse en una igualdad
 
sustantiva en oportunidades y posibilidades. Y,
 
para que esta agenda igualitaria sea posible,
 
es necesario desmontar discriminaciones
 
históricas y combatir prejuicios milenarios.
 
En ese sentido el progresismo es feminista, es
 
indigenista, es antirracista, es antihomofóbico.
 
Es, en síntesis, incluyente e igualitario. Se
 
coloca del lado de quienes han padecido esas
 
discriminaciones y han sido víctima de esos
 
prejuicios: las mujeres, los indígenas, los
 
inmigrantes, los negros, los homosexuales (y
 
todos los demás colectivos que se encuentran
 
en situaciones similares).
 
No podría ser de otra manera: si
 
el horizonte del progreso se ubica
 
en la emancipación de las personas,
 
entonces, el proyecto progresista debe
 
ser necesariamente pluralista. Generar
 
las condiciones materiales, sociales y
 
culturales para que cada quién, de manera
 
libre, digna y autónoma, pueda proponerse
 
un plan de vida e intentar llevarlo a cabo
 
implica generar las condiciones para que
 
todos los planes de vida sean posibles. En
 
esta agenda abierta sólo quedan fuera los
 
proyectos que pretenden sabotearla: que
 
 
IX.
 
 
 
10
 
 
 
atentan contra los derechos de las personas
 
o contra las instituciones y condiciones que
 
hacen posible su realización práctica. Es
 
una vieja idea liberal que no está peleada
 
con la agenda del progreso: dañar a los
 
demás y a las instituciones y principios de
 
la sociedad democrática, no es un proyecto
 
protegido. Y no lo es, de nueva cuenta, por
 
razones de lógica elemental: el proyecto
 
progresista apuesta por un proyecto en el
 
que todas y todos podamos, en interferencias
 
injustificadas y sin imposiciones autoritarias,
 
vivir una vida digna y autónoma. Y eso es
 
incompatible con los proyectos violentos,
 
autoritarios, intolerantes, totalizantes.
 
La pluralidad que defiende el progresismo
 
está estrechamente concatenada con otro
 
de los elementos centrales del pensamiento
 
progresista —que constituye, por un lado,
 
una condición de existencia del mismo y, al
 
mismo tiempo, un ideal a realizar—: el de la
 
laicidad estatal. De hecho, la laicidad es una
 
condición de posibilidad de la pluralidad en
 
las sociedades modernas. La diversidad de
 
posiciones ante el fenómeno religioso es un
 
hecho que el pensamiento laico reconoce
 
y ante el cual asume una posición clara y
 
definida: no es posible extirpar la pluralidad
 
de concepciones, explicaciones, creencias
 
e interpretaciones con las que los hombres
 
y mujeres orientan su existencia y trazan
 
las coordenadas de su coexistencia. Para el
 
pensamiento laico todos los seres humanos
 
somos iguales en el derecho a ejercer
 
nuestra autonomía moral. Esto implica
 
que nadie puede ser objeto de un trato
 
discriminatorio por creer o dejar de creer
 
en una idea o religión determinada.
 
De hecho, cuando hablamos del progreso
 
moral como bandera del pensamiento
 
progresista lo hacemos en un sentido laico
 
e ilustrado. Es la idea de progreso que se
 
desprende del pensamiento del filósofo
 
Immanuel Kant quien consideraba que
 
la ilustración era la salida del hombre de
 
su minoría de edad; su progresar hacia
 
el ejercicio responsable de la libertad de
 
pensamiento. El progreso moral, en este
 
contexto, entonces, no es una idea religiosa
 
sino idea laica e ilustrada. Kant no tenía dudas
 
de ello cuando advertía que “el uso público de
 
la razón debe ser libre y es el único que puede
 
producir la ilustración de los hombres”. Se
 
trata de una moral laica y tolerante que es
 
agenda a los contenidos religiosos pero que,
 
en una paradoja aparente, los permite. La
 
moral del progresismo es la que reconoce a la
 
pluralidad y a la diversidad y les otorga carta
 
de identidad; la que apuesta por la convivencia
 
pacífica a partir de la política tolerante y
 
abierta al diálogo; la que se compromete con
 
la deliberación y excluye la imposición.
 
Se equivocan quienes sostienen que
 
el progresismo es antirreligioso. Por
 
el contrario, al ser laico y tolerante, el
 
pensamiento progresista sienta las bases
 
para que las religiones y sus fieles puedan
 
convivir en paz y sobre las bases del
 
pluralismo democrático. De hecho es la única
 
agenda que ofrece carta de identidad también
 
a quienes no profesan religión alguna. En
 
ese sentido, de nueva cuenta, se confirma
 
el compromiso del progresismo con la
 
pluralidad y con el respeto a las diferencias.
 
Todos y todas somos libres para creer o no
 
creer en principios o dogmas religiosos y, por
 
lo mismo, nadie tiene el derecho de imponer
 
sus creencias a los demás. Ese mensaje
 
ilustrado vale tanto para las personas como
 
 
X.
 
 
 
11
 
 
 
para las iglesias. Y, por ello, el progresismo
 
exige que el estado impida que una iglesia –la
 
que sea- imponga sus dogmas y principios a
 
la comunidad política.
 
En efecto, el pensamiento progresista
 
defiende la separación entre las iglesias (así,
 
en plural) y el estado y exige que éste último
 
impida que una visión religiosa del mundo –
 
cualquiera que ésta sea- colonice la esfera
 
pública e imponga sus dogmas a través de
 
las reglas colectivas que son comunes a
 
todos los miembros de la colectividad. El
 
progresismo hace suya la idea fundamental
 
del pensamiento moderno que nos indica que
 
el “pecado” y el “delito” no deben confundirse,
 
no deben fundirse.
 
En ese sentido la concepción del derecho
 
que defiende el progresismo vuelve a empatar
 
con la noción de los derechos humanos o
 
fundamentales. Si se asume que cada persona
 
debe poder diseñar su propio plan de vida para
 
intentar llevarlo a cabo, entonces, se debe
 
promover que el derecho lo permita. Esto, en
 
términos prácticos, se traduce en una sociedad
 
en la que existen pocas prohibiciones y pocas
 
obligaciones y, en paralelo, muchas normas
 
permisivas. El derecho sólo debe prohibir y
 
castigar aquellas acciones que amenazan
 
o lesionan los derechos de las personas o
 
los bienes públicos fundamentales –la vida,
 
la integridad física y moral, el patrimonio;
 
así como las instituciones democráticas
 
fundamentales o los bienes públicos que
 
pertenecen a todos- pero debe permitir
 
que, en todo lo demás, sean las propias
 
personas las que tomen las decisiones que
 
son mejores para su propia vida. Por eso, el
 
proyecto jurídico del progresismo, no puede
 
prohibir ni imponer una religión; no puede
 
castigar una preferencia sexual; no puede
 
imponer un modelo de vida buena; no puede
 
prohibirnos disponer de nuestro cuerpo; no
 
puede impedirnos elegir el proyecto de vida
 
que queremos.
 
Recordemos a Kant: el progresismo confía
 
en la capacidad de las personas para decidir,
 
en uso de la razón y de su mayoría de edad,
 
cómo quieren vivir su propio proyecto de vida.
 
La ruta del progresismo puede
 
ejemplificarse con momentos históricos
 
emblemáticos. La Revolución francesa de
 
1789 y la expedición de la Declaración de los
 
Derechos del Hombre y del Ciudadano de ese
 
mismo año serían, sin duda, un evento y un
 
documento modélicos de la ruta del progreso
 
moral, político y social que hemos trazado.
 
Frente a la agenda igualitaria y libertaria
 
que ese momento y ese texto representan,
 
desde entonces y hasta ahora, se alzaron las
 
voces de la reacción y del conservadurismo.
 
Los hechos históricos, en ese caso como
 
en todos los demás, son complejos pero
 
lo que aquí importa es que, en el caso de
 
aquella Revolución, quedó como testimonio
 
y herencia de la misma uno de los textos que
 
con mayor facilidad podemos identificar con
 
la agenda progresista. Ese texto inspirado en
 
las ideas de igualdad, libertad y fraternidad
 
constituye, desde entonces, un parámetro
 
para medir eso que hemos llamado el
 
progreso moral de la humanidad.
 
Algo similar sucede con la “Carta de
 
Derechos” (Bill of Rights) aprobada en los
 
Estados Unidos de Norteamérica algunos
 
años después y, dos siglos más tarde,
 
después de la Segunda Guerra Mundial,
 
con la Carta de la ONU emblemáticamente
 
 
XI.
 
 
 
12
 
 
 
intitulada como Declaración Universal de
 
los Derechos Humanos (1948). Este último
 
documento –así como los que lo han seguido
 
en el ámbito regional, como el caso de la
 
Convención Americana de los Derechos
 
Humanos- constituye la expresión más
 
ambiciosa de llevar la agenda progresista a
 
escala mundial y, en esa medida, representa
 
la conquista documental más ambiciosa del
 
pensamiento progresista. Un documento,
 
nunca hay que olvidarlo, que surgió como
 
respuesta ante los terribles acontecimientos
 
de la segunda guerra que, en los hechos,
 
aplastaron los ideales progresistas de los
 
derechos humanos, de la democracia y
 
de la paz con la fuerza de las bombas que
 
el progreso científico y tecnológico había
 
producido. El divorcio entre las dos nociones
 
de progreso –moral, por un lado, y científico
 
y tecnológico, por el otro- nunca antes había
 
sido tan radical. De ahí la contundencia del
 
prefacio del documento fundacional de las
 
Naciones Unidas que vale la pena recuperar:
 
 
“Nosotros los pueblos de las Naciones
 
Unidas resueltos
 
 
 
 
a preservar a las generaciones venideras del
 
flagelo de la guerra que dos veces durante
 
nuestra vida ha infligido a la Humanidad
 
sufrimientos indecibles,
 
a reafirmar la fe en los derechos
 
fundamentales del hombre, en 1a dignidad y
 
el valor de la persona humana, en la igualdad
 
de derechos de hombres y mujeres y de las
 
naciones grandes y pequeñas,
 
a crear condiciones bajo las cuales puedan
 
mantenerse la justicia y el respeto a las
 
obligaciones emanadas de los tratados y de
 
otras fuentes del derecho internacional,
 
a promover el progreso social y a elevar el
 
nivel de vida dentro de un concepto más
 
amplio de la libertad,
 
 
y con tales finalidades
 
 
 
 
a practicar la tolerancia y a convivir en paz
 
como buenos vecinos,
 
a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento
 
de la paz y la seguridad internacionales,
 
a asegurar, mediante la aceptación de
 
principios y la adopción de métodos, que no
 
se usará; la fuerza armada sino en servicio
 
del interés común, y
 
a emplear un mecanismo internacional para
 
promover el progreso económico y social de
 
todas los pueblos,
 
 
hemos decidido a unir nuestros
 
esfuerzos para realizar estos
 
designios.”
 
 
 
 
Podríamos encontrar otros ejemplos
 
de documentos emblemáticos aún más
 
remotos como la Carta Magna inglesa de
 
1215 o, para romper con la idea de que este
 
es un proyecto exclusivamente Occidental,
 
la constitución “de los diecisiete artículos”
 
del príncipe budista Shotoku, regente de
 
la emperatriz japonesa Suiko, en 604
 
después de Cristo; pero lo que importa es
 
que si aceptamos como premisa y eje del
 
progreso la construcción de las condiciones
 
que permitan a las personas tener una vida
 
digna y autónoma, entonces, sabremos
 
cuáles son los momentos, documentos,
 
eventos, instituciones que legítimamente
 
pueden adscribirse a esa agenda
 
emancipadora. Sabremos, de hecho, cuáles
 
son las causas que el progresismo debe
 
 
13
 
 
 
promover y defender. Y sabremos también
 
que son causas ambiciosas que siempre
 
han enfrentado –y seguirán enfrentandoresistencias
 
y oposiciones.
 
Si pensamos en México, primero en
 
nuestra evolución institucional, podemos
 
encontrar momentos emblemáticos del
 
progresismo. Piénsese, por ejemplo, en
 
la temprana abolición de la esclavitud
 
decretada por Miguel Hidalgo en 1810. La
 
conjunción entre los ideales de libertad
 
e igualdad que ese hecho representa es,
 
sin lugar a dudas, un momento estelar
 
del progresismo mexicano. La victoria del
 
pensamiento liberal sobre el pensamiento
 
conservador con la constitución de 1857 –y,
 
posteriormente, con las leyes de reforma
 
que permitieron decretar la separación
 
entre la iglesia del estado y las bases para la
 
laicidad estatal en el país- es otro emblema
 
del progresismo. La constitución de 1857,
 
liberal, federal e ilustrada; así como las leyes
 
de reforma, son indiscutibles ejemplos de
 
afirmación de progreso frente a la reacción
 
y el conservadurismo.
 
Los derechos de igualdad y libertad
 
contenidos en el documento constitucional
 
de 1857 serían la base del texto constitucional
 
de 1917 que, en muchos sentidos, fue un
 
ejemplo mundial de progreso. Aquella
 
constitución, edificada sobre las bases del
 
pensamiento liberal decimonónico y social
 
demócrata revolucionario, concentró la
 
agenda de derechos (llamados en su texto
 
“garantías individuales”) más ambiciosa
 
que el mundo conociera hasta entonces.
 
De esta manera, sin desconocer que esos
 
derechos nunca han llegado a convertirse
 
en una realidad para todas las mexicanas
 
y para todos los mexicanos, lo cierto es
 
que, en su momento histórico y en el plano
 
formal, la constitución de 1917 es una
 
victoria del progresismo frente a las voces
 
conservadoras y reaccionarias. Igualdad
 
material, libertad y democracia son los
 
ejes de aquel documento constitucional
 
edificado sobre la base de la laicidad estatal
 
y el compromiso con el progreso social.
 
El reconocimiento del derecho de voto a
 
las mujeres en 1953 es otra clara victoria
 
del progresismo en nuestro país. Lo mismo
 
vale para la ratificación de los tratados
 
internacionales en materia de Derechos
 
Humanos; para la incorporación de los
 
derechos sociales a la salud y a la vivienda
 
en la constitución; para el reconocimiento
 
del derecho a no ser discriminados (que
 
llegó tarde, hasta el año 2006 al artículo 1º y
 
fue seguido por una ley en la materia); para
 
la abolición definitiva de la pena de muerte;
 
para el reconocimiento de los derechos de
 
los pueblos indígenas; etcétera. En todos
 
estos casos se ha tratado de modificaciones
 
constitucionales y legales que han llevado la
 
agenda progresista al ordenamiento jurídico
 
vigente en el país. De hecho, a pesar de los
 
intentos por frenar esa agenda progresista,
 
hasta ahora, jurídicamente, podemos
 
decir que ha sido un proyecto exitoso.
 
Basta con pensar en la profunda reforma
 
constitucional de 2011 que ha cambiado
 
el concepto de “garantías individuales”
 
por el de los “derechos humanos” en la
 
constitución y que, entre otras cosas, ha
 
reconocido una jerarquía constitucional a
 
los tratados internacionales en la materia,
 
para entender el sentido de esta muestra
 
de optimismo.
 
 
XII.
 
 
 
14
 
 
 
Pero, sin desconocer el valor de las
 
reformas legales, el progresismo debe
 
tener una vocación práctica, real, de
 
transformación social y no sólo formal o legal.
 
Por eso aunque celebremos los cambios
 
legales antes mencionados así como otras
 
transformaciones recientes claramente
 
progresistas en el marco jurídico de algunas
 
entidades federativas –en particular en la
 
Ciudad de México con la despenalización
 
del aborto y la aprobación de reformas
 
igualatorias como el reconocimiento del
 
matrimonio entre personas del mismo sexo
 
y el correspondiente derecho a la adopción-,
 
lo cierto es que la senda del progresismo
 
debe buscarse sobre todo en los movimientos
 
sociales y en las transformaciones políticas.
 
Las normas, como sabemos, solamente son
 
una expresión del cambio social y deben
 
ser un instrumento para su puesta en
 
práctica. Pero el progresismo debe tener un
 
compromiso con la realidad que nos obliga
 
a dimensionar el papel y la importancia de
 
las instituciones. El progresismo también
 
debe ser organización, deliberación,
 
movilización sociales y políticas. Sólo así las
 
instituciones y las leyes se activan en clave
 
transformadora.
 
En esta dirección los movimientos
 
estudiantiles genuinos, las organizaciones
 
feministas, las asociaciones promotoras
 
de los derechos sociales y de la limpieza
 
electoral, los movimientos contra la tortura,
 
los defensores de los derechos de los
 
indígenas, de las mujeres, de los niños,
 
etcétera, han sido actores promotores de
 
la agenda progresista en nuestro país. Para
 
decirlo con una fórmula simbólica: siempre
 
que se ha dado una batalla social, política
 
y legal para ampliar la base de igualdad en
 
la titularidad de los derechos, para derrotar
 
privilegios, para apuntalar a la democracia,
 
en mayor o menor medida, se ha abonado
 
en el terreno del progreso moral, social
 
y político de México. Sin esa fuerza social
 
transformadora el progresismo sería
 
derrotado por la fuerza de la reacción y por las
 
tendencias conservadoras. No olvidemos que
 
los derechos que el progresismo encarna y
 
abandera son los derechos de los más débiles,
 
de los excluidos, de los desplazados y, en
 
esa medida, son los derechos que necesitan
 
de la movilización y de la organización para
 
pasar, desde la institucionalización, hacia la
 
realidad práctica.
 
En este sentido, el progresismo, para
 
avanzar necesita de la organización, la
 
movilización y la participación política y social
 
desde abajo. Es una agenda genuinamente
 
democrática que no se construye desde
 
el poder sino que se teje a pesar del poder
 
y, si llega al poder, utiliza al poder para
 
materializar su agenda. Esto no significa que
 
ésta deba ser una agenda anti-institucional.
 
Todo lo contrario: el movimiento progresista
 
concibe a las instituciones como un medio
 
de transformación social y no como un fin
 
en sí mismas. En ello radica su capacidad
 
emancipadora: el derecho y el poder
 
constituyen herramientas de cambio
 
para ampliar la igualdad en derechos
 
y en oportunidades. En ese sentido, el
 
progresismo es esencialmente reformista e
 
idealmente revolucionario.
 
Frente a los discursos conservadores y
 
las voces reaccionarias, el pensamiento
 
progresista, se coloca del lado de los actores
 
sociales que no se conforman con el estado de
 
cosas actual y que asumen la responsabilidad
 
histórica de cambiar las dinámicas sociales que
 
 
XIII.
 
 
 
15
 
 
 
han permitido que la desigualdad económica,
 
la pobreza y la explotación social sean notas
 
características de nuestra realidad. Y lo
 
hace haciendo suyos los valores, principios
 
e instituciones de la democracia política. En
 
ese sentido, el progresista, está dispuesto a
 
escuchar, abierto al diálogo y predispuesto
 
a la deliberación. Conoce la fuerza de las
 
ideas y su potencial transformador y por lo
 
mismo rechaza la violencia, la imposición y el
 
dogmatismo. El progresista, de nuevo, sabe
 
que la pluralidad es un bien a salvaguardar
 
y, por lo mismo, hace de la tolerancia su
 
principio de acción y de la democracia su
 
instrumento de cambio.
 
El progresismo apuesta por la política y por
 
su articulación democrática. El progresista
 
sabe que el Estado es un medio necesario para
 
lograr la convivencia pacífica y para garantizar
 
los bienes y principios que dan contenido a
 
los derechos humanos o fundamentales de
 
las personas. En ese sentido, el progresismo,
 
constituye una agenda moderna y civilizatoria.
 
Sabe que la alternativa frente a la violencia
 
social es la política democrática. En ese
 
sentido rechaza los proyectos anarquistas
 
y se opone a los modelos autocráticos. Ni
 
ausencia de estado ni autoritarismo de estado.
 
El progresismo se compromete con el estado
 
constitucional y democrático de derecho que
 
es un estado fuerte pero limitado. Y lo hace
 
porque ese es el receptáculo institucional
 
que permite emprender pacíficamente las
 
transformaciones hacia la sociedad decente que
 
se ha propuesto como horizonte. La igualdad
 
en la diferencia; la pluralidad y la diversidad en
 
libertad; la autonomía moral y política de las
 
personas; etcétera, sólo son posibles cuando
 
se activa el triángulo virtuoso entre la paz, los
 
derechos humanos y la democracia. Por eso el
 
progresismo sí tiene un modelo de estado: el
 
estado democrático constitucional.
 
El diseño institucional que se requiere para
 
hacer posible el proyecto progresista pasa
 
por las coordenadas del constitucionalismo
 
democrático: división de poderes y derechos
 
fundamentales reconocidos y garantizados
 
son la expresión político/normativa de
 
ese modelo de sociedad justa. A estos dos
 
elementos debe agregarse la institucionalidad
 
democrática –voto igual y libre, regla de
 
mayoría, salvaguarda de los derechos
 
minoritarios, básicamente- para conjugar un
 
diseño institucional que permita desplegar a
 
la pluralidad y proteger a las diferencias. En
 
ello no es necesario ser demasiado originales.
 
Lo que nos hace falta es traducir en realidades
 
las promesas del diseño institucional que, mal
 
que bien y no sin algunos retrocesos, hemos
 
venido adoptando. De nueva cuenta, para
 
que las instituciones arrojen los resultados
 
esperados, es necesario modular las prácticas
 
políticas y sociales de conformidad con las
 
mismas. El progresismo en este ámbito
 
pasa por el ajuste entre ambas dimensiones.
 
Entre más democráticos seamos y entre
 
más logremos ofrecer una garantía efectiva
 
a los principios y derechos del constitucional
 
social y liberal, entonces, podremos decir que
 
estamos progresando.
 
El proyecto progresista no puede tener
 
una visión parroquial. Es decir, no puede
 
encerrarse en las fronteras nacionales. Una
 
agenda que busca ofrecer condiciones de vida
 
digna y autónoma a las personas no puede
 
tener como referente ideal lo que sucede
 
solamente en el interior de un país. En ese
 
 
XV.
 
XIV.
 
 
 
16
 
 
 
sentido el progresismo es necesariamente
 
universalista. El compromiso con México, con
 
los mexicanos y con quienes se encuentran
 
en nuestro territorio, en realidad, desde un
 
punto de vista progresista, es un compromiso
 
con el mundo y con los seres humanos en
 
donde quiera que estos se encuentren. Esto
 
no implica desconocer que la transformación
 
social debe iniciar por nuestro país –
 
sobre todo si consideramos los niveles de
 
desigualdad y pobreza que los aquejan- pero
 
sí supone reconocer que la visión progresista
 
es una visión comprometida con el mundo
 
y con sus problemas. En este sentido, por
 
ejemplo, el progresismo está comprometido
 
con la protección del medio ambiente y con
 
la paz mundial. Ambas son agendas globales
 
que tienen repercusiones en lo local y que el
 
progresismo, congruente con sus premisas,
 
incorpora a su proyecto.
 
Pensar globalmente y actuar con
 
compromiso universalista es una estrategia
 
congruente con los principios e ideales que
 
defiende el progresismo. Entender que
 
nuestros problemas afectan a otras realidades
 
y que los males que aquejan a otras sociedades
 
también son nuestros males es una condición
 
necesaria para incidir en la realidad con la
 
finalidad de transformarla. Después de todo,
 
la agenda del progreso moral de la humanidad
 
no cabe dentro de las fronteras de un estado.
 
El progresista lo sabe y por eso se interesa por
 
el mundo en el que vive.
 
Robert Nisbet, reconocido estudioso de
 
la idea de progreso, nos previene que en la
 
historia ha habido promotores de una agenda
 
oscura del progreso. Ese lado oscuro de la
 
idea del progreso amalgamó elementos como
 
el poder, la raza y el nacionalismo y produjo
 
los horrores del nazismo, el fascismo y el
 
estalinismo con sus oprobiosas y nefandas
 
consecuencias. Ignorarlo seria miope.
 
La agenda progresista que nosotros
 
defendemos se coloca en el extremo opuesto
 
de esa dimensión oscura. Frente al poder
 
impone los límites de la razón y del derecho;
 
frente al racismo blande la bandera de la
 
igual dignidad de todos los seres humanos
 
sin discriminaciones y frente al nacionalismo
 
parroquial esgrime el estandarte del
 
universalismo de los derechos humanos o
 
fundamentales.
 
El nuestro es el progresismo ilustrado de la
 
democracia y de los derechos. Un progresismo
 
que tiene a la paz como condición y a la
 
transformación social como horizonte.
 
 
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