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Ya que hablamos de fascismo

Alonso Moleiro

Lunes, 29 de abril de 2013

Ahora que se horrorizan porque la gente ejerce su derecho a la protesta de pronto se olvidan de todas sus andanzas en los años 90: los autobuses quemados, los negocios saqueados, las personas inocentes muertas, las balas perdidas, las madres desconsoladas








   Foto: Google

Con una ausencia de escrúpulos que la historia se encargará de documentar cuidadosamente en el futuro, el equipo propagandístico del gobierno acusa una y otra vez a sus adversarios de "fascistas". Una estrategia nauseabunda de opinión pública que, de momento, tiene a algunos periodistas, funcionarios ministeriales y voceros habituales del oficialismo empeñados en retratar a la oposición venezolana como un atajo de criminales al margen de la ley.

En rigor, el fascismo es, felizmente, una corriente de pensamiento político que subsiste de manera muy aislada en Occidente, su nicho natural para la maniobra.

Su temido regreso en Europa está en este momento en entredicho: la ultraderecha ha sido acorralada, luego de haber obtenido inquietantes avances, en Alemania y Austria; es casi inexistente en el Reino Unido y España, y sigue siendo una curiosidad estancada en naciones como Italia, Suecia y Holanda. Únicamente Francia, de la mano del tristemente célebre Frente Nacional, ha logrado darle auténticos sustos al status democrático.

Los elementos constitutivos del fascismo histórico han sido magistralmente glosados por Umberto Eco en sus archicitados Cinco escritos morales. Como en política los extremos del pensamiento se tocan, algunos de sus fundamentos tienen una sorprendente simetría con los postulados de la ultraizquierda. La razón es muy sencilla: se trata de interpretaciones de la realidad fundamentadas en la certeza demente de que la historia tiene una coordenada de carácter indiscutible en la que es necesario alinearse sin esguinces.

La verdad no es, como suele ser en el racionalismo democrático, un universo móvil, relativo y aproximado, susceptible de ser siempre reinterpretado, sino, en este caso, un horizonte estático e inapelable de carácter religioso. Tributaria de un universo de creyentes.

El culto desmedido a la tradición y el ancestralismo; el combate visceral a los valores de la modernidad; el rechazo al desacuerdo, estigmatizado como traición; el asco a la diferencia de pensamiento; la exploración sin escrúpulos en los desajustes, complejos personales y resentimientos sociales; el amor desproporcionado a la patria y la sujeción de los derechos personales a sus objetivos; la paranoia conspirativa y el estado general de alerta; la renuencia a normalizar el clima de opinión pública; la grima a los acuerdos con fuerzas adversarias; el desprecio por los débiles; el culto al martirologio y el heroísmo; las odas a la épica guerrera.

Para Eco, en el fascismo clásico "los individuos, como tales, no tienen derechos: el pueblo se concibe como una entidad monolítica que expresa `el bien común’ (...) El pueblo, de esta manera, es una ficción teatral".

Es el amplio terreno común que comparten Stalin y Hitler; Goebbels y Pol Pot; Ilich Ramírez y Roberto Duabisson. Todo aquel que considere legítimo matar a otra persona para hacer realidad sus deseos.

La extrema izquierda y la extrema derecha tienen, es cierto, una diferencia grave e irreconciliable en torno a la comprensión y aproximación de la pobreza y la justificación ética de la ayuda al prójimo: si para la primera el auxilio a los débiles constituye un punto doctrinario existencial, para la derecha ortodoxa la pobreza es un problema personal de quien la padece, y el pobre, como el débil, es, en sí mismo, un estorbo.

Es, sin embargo, a partir de esa importante brecha de criterios, como ambas corrientes transitan, a partir de entonces, un frondoso camino poblado de tradiciones y conductas similares. No es casualidad que tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha se desprecie de forma tan obcecada a los intelectuales; se sospeche de todo aquel que sea capaz de expresar abiertamente sus dudas y se usen las ideologías que sustentan su credo, no como un elemento para comprender las claves de la realidad, sino como un refugio para enmascarar su significado.

Nade de esto debe extrañarnos: tanto la extrema derecha como la extrema izquierda son expresiones políticas hijas de una visión castrense de la realidad. Por eso es que en sus dominios es tan apreciada la disciplina, la lealtad y la tradición. Por eso son tan conservadoras y alérgicas a la independencia de criterios. En la extrema derecha tales conductas se expresan en el falangismo, el franquismo, los paramilitares salvadoreños y colombianos y el atajo de lunáticos agrupados en torno a la Asociación del Rifle en los Estados Unidos. En la extrema izquierda, tenemos al stalinismo, las Brigadas Rojas italianas, y a buena parte de las corrientes insurreccionales latinoamericanas inspiradas en el guevarismo. No es casualidad que Fidel Castro, "el último teólogo vivo de la política", como lo llamó Enrique Krauze, haya militarizado todos los estamentos sociales de su país, desde el jardín de infantes hasta las universidades, multiplicando, como en Albania, los liceos militares, como las famosas escuelas "Camilo Cienfuegos", las movilizaciones masivas de ciudadanos y los refugios antiaéreos preventivos.

Lo curioso es que cuando estos argumentos son esgrimidos a los debilitados sectores democráticos del chavismo con el objeto de formalizar una preocupación concreta, estos elementos suelen ser despachados con enorme comodidad y holgura: claro, se trata de preocupaciones burguesas. Quienes hoy son llamados sin remilgos "fascistas" por salir a protestar en las calles, exigir transparencia a los poderes constituidos y auditar el proceso del voto, son al mismo tiempo ridiculizados por pretender llevar adelante la impostura del hipócrita acuerdo burgués. No hay conciliación posible, agregan, la causa popular es sagrada y es exclusivamente nuestra, no nos interesa pactar nada, no queremos ponernos de acuerdo con nadie para coexistir en paz en este país. Acá mandamos nosotros; queremos hacer lo que nos da la gana. O se la calan, o los llamaremos fascistas.

Ahora que se horrorizan porque la gente ejerce su derecho a la protesta de pronto se olvidan de todas sus andanzas en los años 90: los autobuses quemados, los negocios saqueados, las personas inocentes muertas, las balas perdidas, las madres desconsoladas. Las marchas disueltas a perdigonazos y la plomazón de carácter cruzado en las puertas de la UCV. Todo lo que tuvimos que vivir en los represivos años de la cuarta república, cuando Elías Jaua, Jorge Rodríguez, Ricardo Menéndez, Mari Pili Hernández, Elías Figueroa y otros dirigentes estudiantiles ejercían su derecho a la protesta y se quejaban por ser criminalizados por el poder

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